La cuarta de mis décadas
Es septiembre y la
lluvia llegó a Barcelona, en este año el día 24 mi cumpleaños, clausura
oficialmente el verano, nací en otoño y eso significa nacer en la
época de clima violento, de lluvia, de frío, de viento. De donde
yo soy; en Apan también es temporada de vacas flacas, el campo da
lo que da hasta el final de la temporada de lluvias, así que la vida
fue de pocos regalos en el cumple pero eso si, un paisaje
exageradamente verde.
En Barcelona el 24
de septiembre son las fiestas de la Merced, la Patrona de la ciudad,
esto lo descubría mi primer año como residente de esta ciudad que
abandoné siete años después de habitarla continuamente. Pero de la
cual no he podido nunca estar despegado más de algunos meses, uno
puede librarse de casi todo menos de la gravedad, que te sujeta a
lo que son nuestros centros de atracción, benditos sean.
Las fiestas de la
Merced significaban que cada cumpleaños la ciudad estaba de gala,
llena de música, jóvenes y no tan jóvenes recorriendo sus calles,
haciendo sus plazas más publicas. Llenando sus rincones e
inmediaciones de la vida propia que transmite una ciudad fabricada de
eso que hace a algunas urbes invencibles, insuperables; pasión.
Estas cuatro décadas
han sido como en la vida de todos diversas, con etapas lindas y no
tanto, con alegrías y sufrimientos, con brillos y oscuridades,
miedos y actos de valor, ganancias y pérdidas, algunas muy
dolorosas. Pero sobretodo han sido muy vividas.
Y de estos cuarenta
años –que fuerte número-- estos diez que se quedan detrás han
sido sumados los más gratos que recuerdo. Algún logro profesional,
muchas experiencias de vida, amores y desamores fracasos también. Pero sobre todo
mucho trabajo y búsquedas que terminan con encuentros, algunos
inimaginados y hermosos. También sus momentos límite y retos que
casi me dejan en el camino, pero sin embargo aquí sigo.
Nuevos amigos que se
hicieron entrañables, nuevos paisajes que terminaron transformando
lo que parecía ya sólido e irrompible. Los aprendizajes sobre la
flexibilidad del tiempo y la distancia, y que al final del todo, nada
es más que un instante en una línea de tiempo tan irregular como la
vida debe de ser.
Son cuarenta y lo
que se acumule, son en Barcelona que ya no es mi ciudad de residencia
pero si de pertenencia, cuando menos un pedacito de corazón lo dejé
aquí. Las arrugas en ojos lo dicen todo y las marcas en la cara de
tanto haber reído, llorado, aprendido, no las cambiaría por nada en el
mundo; cada vez que las miro en el espejo se que son mías que me las
he ganado.
Gracias inmensas a
los que me han ayudado a fabricarlas.
Epílogo a l@s
que han abierto mis ojos y el camino que luego seguí asombrado: A
los Dieguitos y Mafaldas...
Diego no conocía la
mar. El padre, Santiago Kovadloff, lo llevó a descubrirla.
Viajaron al sur.
Ella, la mar, estaba
más allá de los altos médanos, esperando.
Cuando el niño y su
padre alcanzaron por fin aquellas cumbres de arena, después de mucho
caminar, la mar estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad de
la mar, y tanto su fulgor, que el niño quedó mudo de hermosura.
Y cuando por fin
consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre:
-¡Ayúdame a mirar!
(El Libro de los Abrazos, Eduardo Galeano).
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