Cuentos mexicanos para dormir rosarinas...

El Patio

Vapor Capítulo l/4

Te digo que aquí hay fantasmas.
No me chingues.
Me lo dijo mi madre. Y la abuela --en paz descanse-- se lo contaba a todos, aquí hay fantasmas...

Todo había iniciado dos semanas antes, Carmela se había despertado a la cuatro de la mañana, como cada día, había encendido el bracero y había puesto una balde metálico con agua a calentar, mientras eso pasaba, arreglaba en silencio su cama, dormía en la misma habitación con sus tres hermanas, Jacinta, María, y Leudoviges, Juan Manuel, su hermano y el menor de la familia, dormía en otra habitación, al final del chorizo de cuartos que era aquella casa, marcada por la convivencia através del patio, allí es donde todo pasaba, allí es donde cada día iniciaba y terminaba, donde los olores se mezclaban, donde los sonidos se escuchan, donde los pasos conducen tarde o temprano, el patio.

Era una casa como casi todas las del pueblo, de altas bardas de adobe, rajueleadas con trozos de barro cocido, casi siempre producto de ollas de barro rojo que habían sido quebradas aposto para eso, los techos eran de teja y madera, los pisos variaban entre duela de encino coloreada en amarillo, y barro cocido, ese detalle era realmente importante en este sitio, ya que dependiendo del sonido de los pasos, se podía adivinar en que lugar de la casa se encontraba el caminante, la cocina tenía como era de esperar el piso en barro muy pulido, el comedor y el salón que estaban en continuo, lo tenían de madera, después en la habitación grande era de barro, no así en el gran pasillo que comunicaba al resto de los cuartos donde era de madera, después venían dos habitaciones mas con piso de barro, y la última donde dormía Juan Manuel, volvía a ser madera.

Al otro lado del patio existían tres amplios cuartos, ya no tenían puertas, aunque curiosamente conservaba los marcos de las mismas, teñidos en un color rojizo que apenas dejaba ver la vivacidad de antaño, estas viejas habitaciones eran usadas como bodega, se llenaban de granos encostalados, arreos de mulas, canastas repletas de “tilichis”, y todo aquello inútil, o innecesario que habría que guardar por si algún día dejaba de serlo, además habitan allí mismo cualquier cantidad de ratas y tlacuaches gordos de comer tanto grano, en estas tres habitaciones los pisos eran de madera.

El patio estaba hecho de losas de cantera de gran tamaño, era muy viejo, nadie sabe exactamente como las habían trasladado hasta allá, mas sin embargo poblaban aquel gran espacio, entre las placas de cantera, crecían una gran cantidad de hierbajos y flores silvestre, pero sin duda de entre ellas la mas presente era la pequeña amapola de color naranja, que curiosamente sólo crecía en esa parte de la casa, ni en los corrales del fondo, ni en el ancho andador del frente era posible encontrarla, cabe decir que tampoco nadie se había ocupado de intentar transplantarla, pero eso es irrelevante, lo cierto es que en primavera el patio se coloreaba de tonos verdosos, azules, y anaranjados, que contrastaban con el frío gris de la cantera.

Carmela entro en el cuarto de baño, era oscuro, y lleno de manchas de humedad en las paredes, de las que se desprendían pedazos de la pintura de base cal, que se usaba como acabado, delgadas capas colgaban por doquier, como hojas de papel podrido que escapan de su encierro pétreo, en lo alto de una de las paredes, la que daba al patio, se encontraba una abertura, la única que este aislado cuarto tenía, además de desde luego la puerta. Sin pensarlo desnudó su cuerpo, era aún esa hermosa mezcla de niña y adolescente, tenía casi 17 años y sus pechos habían compensado a crecer hace ya un tiempo, las caderas se ensanchaban, y su mente despertaba aun nuevo mundo, el de los hombres, todo era de manera inocente, nadie le había explicado que pasaba, o porque pasaba, simplemente estaba pasando.

Era sin duda la mas hermosa de las cuatro hermanas, su piel era blanca y el cabellos oscuro, los ojos verdes y la boca roja, las pecas marrones y el cuello espigado, la sangre mediterránea de la abuela circulaba por ella, revolcada con los tantos mestizajes que las circunstancias habían propiciado.

Cuando se cerraba la puerta del baño, se convertía en un universo apagado, lleno de vapor y luces que se colaban por la alta ventana, y las ranuras de la puerta, los ases de luz danzaban con las columnas difusas de agua evaporada, dando lugar a una extraña comparsa de claro oscuros que a Carmela fascinaban, tallaba su piel con apenas consciencia de su existencia, dedicaba toda su concentración a entender aquellas formas, viajaba, y volvía, dormía y despertaba, tallaba y enjuagaba, y su piel se entregaba al juego, mientras su mente partía a otras distancias.

Pese a aquel bello transe Carmela nunca estaba del todo confiada en el cuarto de baño, tampoco estaba asustada, se había acostumbrado a aquella presencia, no sabía bien a bien, quien o que era, pero por por un instante cada vez que levantaba la mirada, en dirección a la alta ventana, casi podía asegurar que una sombra desaparecía rápidamente. Era imposible, la ventana estaba a por lo menos tres metros de altura, cualquier intento de llegar a tal nivel implicaría el uso de algún elemento pesado, difícil de ocultar rápidamente, muchas veces había salido a toda velocidad a tratar de encontrar al susodicho mirón, nada, siempre nada, la luz de la mañana, que reventaba la oscuridad, pero nada mas.

Su mente se descomponía en una serie de pensamientos que chocaban entre ellos, por un instante le aterraba la idea de ser vigilada, había sospechado de todos, pero pronto había eliminado cualquier sospecha, entonces ¿quien asomaba? Esa pregunta se volvió un obsesión , un algo que había que resolver, y al mismo tiempo un juego, uno lleno de esa oscura veta que es el placer, el placer de mirar,el de ser observada, así cada mañana el baño se volvía una oportunidad, de descubrir que estaba pasando.

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