Isla de calor
El imparcial 22 de abril de 2015
Búsqueda de la sombra calle Alcalá Oaxaca |
El como las calles
en las urbes se han transformado tan profundamente en tiempos recientes tiene
un origen bastante ordinario. Estás se han adaptado paulatinamente en los
últimos cien años para dar paso a los diferentes tipos de medios que las
circulan, particularmente los vehículos de motor que en la actualidad colapsan
y contaminan nuestras manchas urbanas.
Esta reflexión toma
sentido por una razón en particular, la ciudades de nuestro país no hacen otra
cosa que expandirse sin mucho orden lógico. Mientras la población se incrementa
paulatinamente en la mayoría de los entramados urbanos de nuestro país,
motivada tanto por la concentración de personas, como por el crecimiento
natural de la población asentada, la ciudad multiplica muchas veces más su
extensión.
A medida que se
amplia la mancha urbana y que la mayor parte de su superficie, incluidas calles
se cubre de concreto, se crea un sello que impide que los ciclos naturales del
territorio se desarrollen de manera normal. Bajo millones de toneladas de
concreto que las ciudades acumulan quedan atrapados estratos de suelo que
apenas tienen contacto entre ellos, o con otro elemento vital para nuestra
existencia; el agua.
El ciclo del agua es
el motor que mantiene la vida en el planeta, y desde luego de el depende
nuestra supervivencia como especie. Lo que le sucede a las ciudades cuando este
ciclo se altera, es qué se quedan cada vez más fuera de la estructura natural
de las cosas, se rompe la tectónica que ha favorecido el que nos podamos permanecer
en un lugar determinado.
De forma que las
ciudades actualmente se puede entender como un obstáculo fabricado en materiales
artificiales que impide la relación entre el agua y la tierra.
Este fenómeno
termina por desatar otros tantos que suceden en este estrato intermedio
artificial que hemos creado. Uno de ellos se le conoce como Isla de calor, que
consiste en que los materiales de tipo pétreo como las rocas y el concreto que
hemos usado para edificar nuestras viviendas y pavimentar nuestras calles,
absorben una gran cantidad de calor, para liberarlo paulatinamente después.
De forma que la
inercia térmica de los materiales con que construimos las urbes, altera la
relación metabólica del sistema vivo que es la ciudad. Como resultado, aún
cuando el sol se oculte nuestra vivienda, la calle o la plaza, liberarán calor
muchas horas después, lo cual se percibe fácilmente cuando caminamos por la
ciudad al atardecer, basta tocar una pared y comprobarlo.
A su vez, la falta
de masa vegetal a lo largo y ancho de las urbes, hace que no exista por un lado
sombras que limiten la absorción de calor por parte de elementos construido.
Por otro lado, al no haber árboles, se pierde la oportunidad de que su follaje
actué como regulador de temperatura, refrescando el aire que les circula, ayudando
a disminuir la temperatura, mejorando la sensación de confort.
A este fenómeno
producido por el impacto del sol en la mancha urbana hay que sumarle otro aún
más radical; la presencia humana junto con las actividades que desarrollamos y
que aportan también al efecto de calentamiento.
Prácticamente cada
una de nuestras acciones resulta en la liberación de energía, particularmente
el circular de miles de vehículos por las calles de la ciudad lo que resulta en
el uso de motores de combustión interna, el desgaste llantas y la emisión de
gases de efecto invernadero. Esta relación personas ciudad descontrolado en
nuestros días, contribuye notablemente a transformar el medio ambiente en
cuestión térmica.
De forma qué las
ciudades y sus manchas de concreto se han convertido en radiadores poblados,
donde las personas estamos cada vez más acaloradas e incómodas, lo que termina
por limitad su productividad. Resulta urgente desarrollar estrategias en todos
los sentidos que contribuyan a disminuir esta situación en favor de la habitabilidad
y buena salud de las urbes, sus habitantes o visitantes, así como las
actividades que estos realizan cada día.
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